La merienda

¿Qué queréis comer? -añadió, pues una de las camareras con uniforme estampado acababa de acercarse-. ¿Qué hay, por favor?
-Pan con mantequilla, tartas, bollos, bocadillos, bizcochos…
Al pronunciar la última palabra le tembló ligeramente la voz, como si le encantaran los bizcochos. La señora Warner escuchaba con atención.
-Los bizcochos deben de estar buenos -dijo-. Todo debe de estar bueno. Tomaremos de todo. Los bocadillos, ¿de qué son?
-De pescado, de lechuga, de tomate…
-Pues de tomate y de lechuga. Y bollos y pan con mantequilla y mermelada. Todo para tres.
-Sí, señora.
-¿Y el té? ¿Te gusta el té chino, John?
-Sí, claro -respondió el joven, que nunca lo había probado.
-Bien, entonces té chino. Y tarta, desde luego.
[…]
La señora Warner había conseguido que todo se volviera apetitoso con sólo nombrarlo y, cuando les llevaron lo que habían pedido, su forma de disponerlo sobre la mesa y de servir el té prestó delicadeza a la escena. Cogió la tetera de plata con un pañuelito y retiró el papel de estaño que envolvía las pastas como si fuera a descubrir un manjar excepcional. Los bizcochos tenían una cobertura tostada y crujiente.

Jill, de Philip Larkin