¿Añoranza?

Comida casera… Paradójicamente, no era algo que Victoria añorase. Todo el mundo estaba empeñado en que debía de sentir nostalgia al recordar la fabada, la paella y la tortilla de patata, pero nunca le había dado por ahí. Además, le encantaba lo que comía la gente en Nueva York: las hamburguesas grasientas, la pizza recalentada, los pretzels que vendían por la calle, los perritos calientes… Y, por supuesto, toda la legión de golosinas que constituían la principal tentación de su dieta estricta: los brownies con helado, las galletas de nueces, la tarta de chocolate y el pastel de queso de Dean and Deluca. Aunque de ordinario seguía unas pautas alimentarias más bien saludables -verduras hervidas, carne magra a la plancha, ensaladas y nada de fritos-, había decidido recompensar su fuerza de voluntad tomándose al mes un día libre de control alimentario. Durante esa jornada -que solía hacer coincidir con un sábado-, las horas se convertían en una orgía feliz de gofres con nata, magdalenas de colores y tortitas bañadas en sirope de arce. Durante todo el día no comía nada que no fuese dulce, y por la noche, cuando se metía en la cama en medio del subidón de azúcar, se sentía colmada y dichosa y dispuesta a regresar a la alimentación espartana que constituía el pan nuestro de cada día y el precio que pagaba por seguir conservando la figura. ¿Y ahora Marga pretendía dinamitar su disciplina cocinando carne en rollo con puré de patatas y cremas de marisco rebosantes de nata? Ni de broma.
-Aunque te sorprenda, la comida americana me gusta bastante. Y, de todos modos, intento comer lo justo para sobrevivir. Eso significa que me alimento de ensaladas y pescado hervido. Lo de ayer fue una excepción, pero prefiero que no se repita con demasiada frecuencia. No te preocupes por mí. Me arreglo con cualquier cosa.

Día del libro. Los placeres de la cocina

Podría cocinarme algo aquí en casa. Trabajar algunas horas y, luego, preparar un buen plato, eso me relaja. Por ejemplo, unas côtes de veau Foyot: carne de por lo menos cuatro centímetros de grosor, porciones para dos, por supuesto, dos cebollas de tamaño mediano, cincuenta gramos de miga de pan, setenta y cinco de queso gruyère rallado, cincuenta de mantequilla, se pica la miga hasta hacer un pan rallado que se mezcla con el gruyère, luego se pelan y trituran las cebollas, se funden cuarenta gramos de mantequilla en un cacito pequeño mientras en otro se pondrán a dorar las cebollas con la mantequilla sobrante, se cubre el fondo del plato con la mitad de las cebollas, se salpimienta la carne, se la coloca en el plato y se añade el resto de la cebolla a un lado, se cubre todo con una primera capa de miga con queso haciendo que la carne se pegue bien al fondo del plato, se vierte la mantequilla fundida y se aprieta ligeramente con la mano, se pone otra capa de miga hasta formar una especie de cúpula sin dejar de añadir mantequilla, se empapa bien con vino blanco y caldo, sin sobrepasar la mitad de la altura de la carne. Se pone en el horno durante media hora, sin dejar de humedecer con vino y caldo. Se acompaña con coliflor salteada.
Lleva un poco de tiempo, pero los placeres de la cocina empiezan antes que los del paladar, y preparar quiere decir pregustar, como estaba haciendo yo, todavía remoloneando en la cama.

El cementerio de Praga, de Umberto Eco.

Desde el huerto

En ensalada, al horno, en un pisto, en mermelada, asados, rellenos, confitados, cherry, gordos y blandos, verdes y ácidos, acompañados de aceite de oliva, de sal gorda, con vino, azúcar, guindilla, triturados, pelados, en salsa, en compota, en espuma, en sorbete incluso: creía conocerlos a fondo y, en más de una ocasión, haber descubierto su secreto, al capricho de las crónicas que me habían inspirado los menús de los más grandes. Qué estúpido, cuán patético… Inventé misterios donde no los había, y lo hice para justificar un negocio lamentable. ¿Qué es escribir, por muy suntuosas que sean las crónicas, si  no dicen nada de la verdad, si poco se preocupan del corazón, presas como están del placer de brillar? El tomate, sin embargo, lo conocía desde siempre, desde el huerto de la tía Marthe, desde el verano que alimenta la pequeña excrecencia enclenque con un sol cada vez más ardiente, desde la raja que abrían mis dientes para rociarme la lengua con un jugo pleno, tibio y rico, cuya generosidad esencial mitigan el frescor de las neveras, la afrenta de los vinagres y la falsa nobleza del aceite. Azúcar, agua, fruto, pulpa ¿líquido o sólido? El tomate crudo, devorado en el huerto, recién cogido, es el cuerno de la abundancia de las sensaciones simples, una cascada que se dispersa en la boca y reúne en ella todos los placeres. La resistencia de la piel tersa, sólo un poco, lo justo nada más, la blandura de los tejidos, la suavidad de ese néctar, con sus pepitas, que resbala por la comisura de los labios y uno se limpia sin temor de mancharse los dedos, esa bolita carnosa que vierte en nosotros torrentes de naturaleza: eso es el tomate, toda una aventura.

Rapsodia Gourmet, de Muriel Barbery.

Me ha resultado muy complicado elegir un sólo fragmento de este libro, pero este homenaje al tomate me parece sublime. Después de leerlo no pude más que ir a por uno bien maduro e hincarle el diente.

Día del libro. Aprendizaje

La Vítora echó leche en un tazón y el resto de la cazuela lo distribuyó entre dos platos, abrió un bote con la efigie de un bebé sonriente y sirvió en cada plato una gran cucharada con copete de polvos amarillos.

-Hala, a desayunar -dijo revolviendo, alternativamente, los dos platos.

Sentó a Quico en una silla blanca, arrimó otra a la mesa para Juan y ella acomodó a la niña en su regazo.

La niña ingería la papilla sin rechistar y, a cada cucharada se le formaba en torno a los húmedos labios un ribete amarillento. Juan colocó el Capitán Trueno ante sus ojos, utilizando un azucarero por atril, y al tiempo que migaba un bollo en el Colacao, devoraba la historieta: “pagaréis cara vuestra osadía”. “¡Aaaag!”.

“Adelante, compañeros, que ya son nuestros”. “¡Toma, canalla; ahora te toca a ti!”. En tanto, Quico golpeaba rítmicamente el mármol blanco con la cuchara y la Vítora le dijo:

-Vamos, Quico, come. ¡Ay, qué criatura, madre!

Quico introdujo torpemente la cuchara en la papilla y la revolvió y los surcos se marcaron profundamente en el plato. Miró y tornó a revolver.

-Te se va a quedar fría, come.

Quico canturreó: “Están riquitas por dentro; están bonitas por fuera”.

La niña concluía ya su desayuno y la Vitora se alborotó toda:

-¡Mira que llamo a tu Mamá, Quico!

Quico se llevó desganadamente a la boca una cucharada de papilla y la paladeó con repugnancia:

-¡Qué asco! -dijo.

El príncipe destronado, de Miguel Delibes.

Imperios y paraísos terrenales

Eso era la guerra. Yo estaba preparado para las privaciones -balas, bombas, muerte accidental-, pero no para la tortura de echar de menos el estofado de pies de vaca ni para el incordio que supone vivir sin gambas al curry ni sopa picante. Para eso no. No me habían adiestrado para alimentarme a base de un cocido preparado en una olla de agua hirviendo cuyo único propósito era quitarle el gusto y la consistencia a todo lo que allí echaban. Una de las maravillas del mundo son los imperios levantados por los ingleses con soldados que sólo comían papilla. No dejo de preguntarme cómo fueron capaces de hacerlo. Yo había pensado que sería el combate, y no las patatas hervidas, lo que haría que me arrepentiese de haberme presentado voluntario. Un asco. Las verduras hervidas, grises y mustias en el plato como si ya las hubieran comido antes. ¿Por qué lo hervían todo? Por suerte preservaron el método de hervir como si se tratase de un secreto de Estado y no insistieron en que sus súbditos de las colonias dejasen de freír y de condimentar la comida.

[…] Ahora bien, si os cuento todo esto es para que comprendáis mejor lo que experimentó este jamaicano falto de deseo sexual y hambriento cuando llegó, invitado por el Gobierno norteamericano, al campamento militar de Virginia. La bandeja plateada tenía compartimentos para que la comida no terminase toda mezclada. Y en esos compartimentos había tocino, huevos (¡dos huevos de verdad!), salchichas, tomate frito, patatas fritas, tostadas, un plátano y una naranja. Los cereales con leche los servían en una escudilla aparte. Rodeé esa bandeja con el brazo antes incluso de sentarme. Sólo me relajé cuando me aseguraron que el rumor de que se podía repetir dos, tres y hasta cuatro veces no era el sueño de una mente trastornada. Juro que muchas lágrimas cayeron sobre ese desayuno. El paraíso, dijimos todos, esto es el paraíso.

Pequeña isla, de Andrea Levy.

Día del libro

Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan, dijo Sancho; pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced. Que mal lo entiendes, respondió Don Quijote: hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano: y esto se te hiciera cierto, si hubieras leído tantas historias como yo, que aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso, y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como nosotros, has de entender también que, andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces: así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto, ni quieras tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios. Perdóneme vuestra merced, dijo Sancho, que como yo no sé leer ni escribir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia. No digo yo, Sancho, replicó Don Quijote, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa que esas frutas que dices; sino que su más ordinario sustento debía ser de ellas, y de algunas yerbas que hallaban en los campos, que ellos conocían, y yo también conozco. Virtud es, respondió Sancho, conocer esas yerbas, que según yo me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compañía; pero deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes.

No podía dejar pasar el día del libro sin poner una cita literaria, y para seguir, más o menos, la tradición de leer el Quijote, aquí va un párrafo relacionado con el buen comer.

A la japonesa

Mi padre, gran amante de la montaña, me había prestado un hornillo, una cazuela, un juego de cubiertos y demás cacharros. La cena me tocaba hacerla a mí. El menú era donburi de anguila y huevo que te dejará patidifuso. Un plato fácil de preparar. Primero, pones a hervir el agua de una botella de plástico y le añades arroz. El arroz tiene que cocer unos diez minutos. Mientras tanto, dejas en remojo lampaza cortado en tiras finas. Troceas la cebolleta y abres un paquete de anguila precocinada. Metes el lampazo en el fondo de la cazuela y añades agua y salsa. Lo pones al fuego y, cuando hierve, añades la anguila y la cebolleta, y lo dejas cocer. Echas por encima huevo batido, lo tapas y lo dejas un rato para que se cueza al vapor. Después, lo echas por encima del arroz servido en boles y ¡listo! Si lo acompañas de un misoshiru instantáneo de Nagatanien, tienes una comida de un solo plato magnífica.

Un grito de amor desde el centro del mundo, de Kyoichi Katayama.

Delicias británicas

– […] ¿Qué te parece la cocina de la señora Abel?

– Igual que siempre.

– Fue tu tía Philippa quien la inspiró. Dio diez menús a la señora Abel y ella nunca los ha variado. Cuando estoy solo, no me doy cuenta de lo que como, pero ahora que estás aquí tenemos que pedir otras cosas. ¿Qué te apetecería? ¿Qué es lo propio de esta época del año? ¿Te gusta la langosta? Hayter, dígale a la señora Abel que mañana haga langosta para cenar.

Aquella noche la cena consistía en una sopa blanca e insípida, unos filetes de lenguado demasiado hechos, acompañados por una salsa rosada, costillas de cordero apoyadas contra un cono de puré de patatas, y de postre unas peras hervidas sobre una especie de bizcocho, cubiertas de gelatina.

– Ceno tanto únicamente por respeto a tu tía Philippa. Insistió en que una cena de tres platos era muy de clase media. “Si dejas que los criados se salgan con la suya, aunque sólo sea una vez”, decía, “verás cómo acabas cenando todas las noches nada más que una costilla”. La verdad es que me encantaría. Con toda confianza, eso es exactamente lo que hago cuando la señora Abel tiene la noche libre y ceno en el club. Pero tu tía dio orden de que cuando estoy en casa debo tomar sopa y tres platos: unas veces toca pescado, carne y un postre no dulce; otras carne, un plato dulce y otro no dulce. Existen varias combinaciones posibles. Es asombroso cómo algunas personas logran imponer su voluntad de forma contundente. Tu tía poseía ese don.

Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh.

Desgracia

Lo que él prepara para cenar es ciertamente muy simple: anchoas sobre un lecho de tagliatelle con salsa de champiñones. Deja que sea ella quien trocee los champiñones. Por lo demás permanece sentada en un taburete, viéndolo cocinar. Cenan en el comedor, él abre una segunda botella de vino. Ella devora la cena sin recato. Un apetito muy sano para ser tan delgada.
– ¿Siempre cocinas para ti? ? le pregunta.
– Vivo solo. Si no cocino yo, no lo hace nadie.
– Yo odio la cocina. Supongo que debería aprender.
– ¿Por qué? Si de veras lo odias, cásate con un hombre que sepa cocinar.

Desgracia de J. M. Coetzee.

La cocina práctica

Croquetas.- Antiguamente, antes de que la cocina francesa sentase sus reales en nuestra nación, las croquetas eran uno de los platos de más lujo, reservado para las grandes solemnidades, en compañía del flan, de la gallina asada y de la sopa de arroz con menudillos.

La cocinera que alegaba saber confeccionar este plato, era admitida en las casas casi sin informes de su anterior conducta; y las amas de casa que tenían la fortuna de contar con una de aquellas matronas de lunar de pelo, zapatillas de estambre a cuadros verdes y negros, falda corta, vientre saliente y pañuelo de flores encarnado atado atrás, que conocía la confección del referido plato, no se deshacían de ella por un ojo de la cara, aun cuando tuviesen que disimular algunos defectillos tales como la matinal copa de anís, la prueba de las salsas con el dedo, etc

De aquellos respetables ejemplares quedan hoy muy pocos, y han sido, desgraciadamente, sustituidos por una colección de menegildas de pelo rizado y botas de charol, que saben hacer la salsa baonesa, el mesté, y la salsa meordoma, y que les presentan a ustedes una sopa de ojos de perdiz, muy útil para empapelar cualquier habitación.

Dejando a un lado tristes recuerdos, y resignados a comer mal, pero a la moda, demos, no obstante, la receta de las clásicas croquetas.

La cocina práctica, de Manuel Mª Puga y Parga (Picadillo).

En la librería de mi casa hay muchos libros de cocina, muchos recetarios, pero éste… éste es especial. No sólo porque fue un regalo, sino por el libro en sí mismo. Supuestamente, es una recopilación de recetas tradicionales (sobre todo gallegas) publicado por primera vez nada menos que en 1905, pero realmente se puede leer de cabo a rabo aunque no se tenga la más mínima intención de cocinar nada. Lo abres por cualquier página y te encuentras con suculentos manjares y también humor, mucho humor. De hecho, no sabía qué elegir para la cita, el apartado sobre el cocido, la ropa vieja y la ropa inservible hizo que se me saltaran las lágrimas, pero las croquetas no se quedan atrás. ¡Altísimamente recomendable!