El cocinero autodidacta

Yo tenía veintitantos años y estudiaba para obtener el título de abogado; alguna comida de las que me inventaba por entonces era criminal. En lo alto de mi escala estaba la chuleta de cerdo ahumada, con guisantes y patatas. Los guisantes eran congelados, por supuesto; las patatas, de lata, previamente peladas, venían en una salmuera dulzona que me gustaba beber; la chuleta era distinta de cualquier cosa posteriormente descrita con este nombre. Deshuesada, previamente modelada y de un color rosa luminoso, se distinguía por su capacidad de mantener una tonalidad fluorescente por más tiempo que la asaras. Esto daba mucha libertad al chef: no estaba poco hecha a menos que estuviese claramente fría, ni quemada a no ser que estuviera negra como el carbón y ardiendo. Luego se vertía una copiosa cantidad de mantequilla sobre los guisantes, las patatas y, por lo general, también sobre la chuleta.

Los factores clave que regían mi «cocina» de aquel tiempo eran la pobreza, la desmaña y el conservadurismo gastronómico. Otros quizá hubieran vivido a base de despojos; la lengua en conserva era lo único que yo soportaba, aunque la carne envasada sin duda contenía partes del cuerpo a las que yo no habría dispensado una buena acogida en su forma original. Una materia básica era el pecho de cordero: fácil de asar, no resultaba nada complicado saber cuándo estaba hecho y alcanzaba para tres comidas sucesivas por alrededor de un chelín. Después me gradué en paletilla de cordero. La servía con un enorme pastel de puerro, zanahoria y patata preparado según una receta del Evening Standard de Londres. La salsa de queso del pastel tenía siempre un fuerte sabor a harina, aunque disminuía poco a poco con cada recalentado cotidiano. Hasta más tarde no averigüé por qué.

Mi repertorio crecía. Los alimentos principales que, aunque no dominé, al menos domestiqué, fueron la carne y las verduras. Después les llegó el turno a los pudins y las sopas; más tarde, mucho más tarde, a los gratinados, la pasta, el risotto, los soufflés. El pescado era siempre un problema, y aún está a medio resolver.

El perfeccionista en la cocina, de Julian Barnes.

Julian Barnes es un autor que me gusta mucho y con el que he disfrutado enormemente leyendo por ejemplo Arthur & George, y hace tiempo que le tenía echado el ojo a este libro que es una especie de biografía gastronómica. Me lo leí en un suspiro y me encantó, así que os lo recomiendo. La cita es del primer capítulo, aunque me hubiera gustado poder elegir alguna otra, pero sólo lo tengo en inglés y sólo he encontrado el primer capítulo en internet. Curiosamente el título original es The pedant in the kitchen.