Apetito

Tiene sus días buenos. Claro que también los tiene malos, pero de momento no pensemos en ellos.
Los días buenos le leo en voz alta. Le leo alguno de sus preferidos: El placer de cocinar, El recetario de Constance Spry, Cocina de Margaret Costa para las cuatro estaciones. No siempre dan resultado, pero son los más fiables, y he aprendido a saber lo que le agrada y lo que debe evitar. Ni hablar de Elizabeth David, por ejemplo, y odia a los famosos chefs modernos. “Sarasas”, grita. “Sarasas con tupé”. Tampoco le gustan los cocineros de la tele. “Mira: payasos de tres al cuarto”, dice, aunque yo le esté leyendo justo en ese momento.
[…] En fin, pongamos que abro El placer de cocinar por la página 422 y le leo “Cordero a la cazuela o Falso venado”. Sólo el título, no la receta. No levanto la mirada esperando una respuesta, pero permanezco atenta. A continuación, “Pata de cordero estofada”; después, “Manos de cordero estofadas”; luego, “Estofado de cordero o Navarin Printanier“. No reacciona; pero tampoco espero que lo haga. Digo “Estofado irlandés”, y noto que alza ligeramente la cabeza. “De cuatro a seis cubiertos”, leo. “Este famoso estofado no se dora. Cortar en dados de cuatro centímetros: libra y media de cordero o de añojo.”
– Hoy no se encuentran añojos -dice él.
Y por un momento me siento feliz. Sólo un momento, pero es mejor que nada, ¿no?
Y continúo. Cebollas, patatas, pelar y cortar en rodajas, una cazuela de fondo grueso, sal y pimienta, hoja de laurel, perejil bien picado, agua o caldo.
– Caldo -dice él.
– Caldo -repito yo. Poner a hervir. Tapar bien. Dos horas y media, agitar la olla cada cierto tiempo. Que toda la humedad se absorba.
– Eso es -dice él-. Que toda la humedad se absorba.

Este fragmento del relato corto “Apetito” se encuentra en el volumen “La mesa limón” de Julian Barnes (traducción de Jaime Zulaika).
Trata, por si las pocas líneas anteriores no os permiten deducirlo, de una esposa que lee recetas a su esposo, que sufre una demencia senil, como única forma de que este reaccione positivamente.
Hace unos meses, Pilar, ya copió aquí un fragemento de “El perfeccionista en la cocina”, otro de los libros de J. Barnes.

Menú del día

El café Whistle Stop abrió la semana pasada, justo al lado de casa, junto a Correos, y las propietarias Idgie Threadgoode y Ruth Jamison dicen que les va bien. Idgie dice que como la gente sabe que a ella no le importa envenenarse, no cocina.

Todo se lo guisan dos morenitas, Sipsey y Onzell; sólo la barbacoa está a cargo de Big George, que es el marido de Onzell.

Por si acaso hay alguien que aún no haya ido, dice Idgie que el desayuno se sirve desde las 5.30 a las 7.30 y que tiene huevos, tortas, bizcocho, beicon, salchichas, jamón, salsa picante y café por 25 centavos.

Para almorzar y para cenar tiene pollo frito, chuletas de cerdo con salsa picante, pescado, empanadillas, parrillada de carne, guarnición de verduras a elegir, pan, bizcocho, bebida y postre por 35 centavos.

Dice Idgie que las verduras que entran como guarnición son: maíz a la crema, tomates verdes fritos, bolondrón frito, grelos, guisantes, ñame glaseado, limas o habitas tiernas.

Y de postre pastel.

Mi media naranja y yo cenamos allí la otra noche, tan bien que dice él que se está planteando no volver a cenar en casa. Ja, ja. Ojalá. Me paso el día cocinando para ese grandullón y nunca tiene bastante.

Tomates verdes fritos, de Fannie Flagg.

¿Puede haber mejor comienzo para un libro que despertar el apetito del lector?

Albaricoques

[…] Más tarde, otra generación había plantado frutales que, a su debido tiempo, extendieron anchamente sus ramas sobre los ladrillos de color rojo anaranjado, erosionados por la interperie. La señora Sands afirmaba que el año había sido bueno cuando podía preparar seis botes de mermelada de albaricoque -los frutos de aquellos árboles jamás llegaban a ser suficientemente dulces para servilos como postre-. Quizá pudieran proteger tres albaricoqueros con muselina. Pero eran tan bellos aquellos frutos desnudos, con una mejilla sonrosada y la otra verde, que la señora Swithin los dejaba desnudos y las avispas los agujereaban.

Entre Actos, de Virginia Woolf (traducción de Andrés Bosch).

La merienda

¿Qué queréis comer? -añadió, pues una de las camareras con uniforme estampado acababa de acercarse-. ¿Qué hay, por favor?
-Pan con mantequilla, tartas, bollos, bocadillos, bizcochos…
Al pronunciar la última palabra le tembló ligeramente la voz, como si le encantaran los bizcochos. La señora Warner escuchaba con atención.
-Los bizcochos deben de estar buenos -dijo-. Todo debe de estar bueno. Tomaremos de todo. Los bocadillos, ¿de qué son?
-De pescado, de lechuga, de tomate…
-Pues de tomate y de lechuga. Y bollos y pan con mantequilla y mermelada. Todo para tres.
-Sí, señora.
-¿Y el té? ¿Te gusta el té chino, John?
-Sí, claro -respondió el joven, que nunca lo había probado.
-Bien, entonces té chino. Y tarta, desde luego.
[…]
La señora Warner había conseguido que todo se volviera apetitoso con sólo nombrarlo y, cuando les llevaron lo que habían pedido, su forma de disponerlo sobre la mesa y de servir el té prestó delicadeza a la escena. Cogió la tetera de plata con un pañuelito y retiró el papel de estaño que envolvía las pastas como si fuera a descubrir un manjar excepcional. Los bizcochos tenían una cobertura tostada y crujiente.

Jill, de Philip Larkin

El cocinero autodidacta

Yo tenía veintitantos años y estudiaba para obtener el título de abogado; alguna comida de las que me inventaba por entonces era criminal. En lo alto de mi escala estaba la chuleta de cerdo ahumada, con guisantes y patatas. Los guisantes eran congelados, por supuesto; las patatas, de lata, previamente peladas, venían en una salmuera dulzona que me gustaba beber; la chuleta era distinta de cualquier cosa posteriormente descrita con este nombre. Deshuesada, previamente modelada y de un color rosa luminoso, se distinguía por su capacidad de mantener una tonalidad fluorescente por más tiempo que la asaras. Esto daba mucha libertad al chef: no estaba poco hecha a menos que estuviese claramente fría, ni quemada a no ser que estuviera negra como el carbón y ardiendo. Luego se vertía una copiosa cantidad de mantequilla sobre los guisantes, las patatas y, por lo general, también sobre la chuleta.

Los factores clave que regían mi «cocina» de aquel tiempo eran la pobreza, la desmaña y el conservadurismo gastronómico. Otros quizá hubieran vivido a base de despojos; la lengua en conserva era lo único que yo soportaba, aunque la carne envasada sin duda contenía partes del cuerpo a las que yo no habría dispensado una buena acogida en su forma original. Una materia básica era el pecho de cordero: fácil de asar, no resultaba nada complicado saber cuándo estaba hecho y alcanzaba para tres comidas sucesivas por alrededor de un chelín. Después me gradué en paletilla de cordero. La servía con un enorme pastel de puerro, zanahoria y patata preparado según una receta del Evening Standard de Londres. La salsa de queso del pastel tenía siempre un fuerte sabor a harina, aunque disminuía poco a poco con cada recalentado cotidiano. Hasta más tarde no averigüé por qué.

Mi repertorio crecía. Los alimentos principales que, aunque no dominé, al menos domestiqué, fueron la carne y las verduras. Después les llegó el turno a los pudins y las sopas; más tarde, mucho más tarde, a los gratinados, la pasta, el risotto, los soufflés. El pescado era siempre un problema, y aún está a medio resolver.

El perfeccionista en la cocina, de Julian Barnes.

Julian Barnes es un autor que me gusta mucho y con el que he disfrutado enormemente leyendo por ejemplo Arthur & George, y hace tiempo que le tenía echado el ojo a este libro que es una especie de biografía gastronómica. Me lo leí en un suspiro y me encantó, así que os lo recomiendo. La cita es del primer capítulo, aunque me hubiera gustado poder elegir alguna otra, pero sólo lo tengo en inglés y sólo he encontrado el primer capítulo en internet. Curiosamente el título original es The pedant in the kitchen.

El diario de una cocinera

7 p.m. Acabo de llegar de una espantosa experiencia de culpabilidad, típica de Solterona de clase media en el supermercado, cuando hacía cola de pie en la caja, al lado de adultos funcionales con hijos, que compraban judías, palitos de pescado, sopa de letras, etc., cuando yo tenía lo siguiente en mi carrito:

20 cabezas de ajo
1 tarro de paté de oca
1 botella de Grand Marnier
8 filetes de atún
36 naranjas
2 litros de crema de leche
4 barritas de vainilla a 1,39 libras cada una

Tengo que empezar los preparativos esta noche, ya que mañana trabajo.

8 p.m. Ugh, no tengo ganas de cocinar. Especialmente de tener que vérmelas con la grotesca bolsa de huesos de pollo: absolutamente repugnante.

10 p.m. Ahora tengo los huesos de pollo en la olla. El problema es que Marco dice que se supone que tengo que atar el puerro y el apio juntos con una cuerda para favorecer el aroma y la única cuerda que tengo es azul. Oh, bueno, espero que sirva igualmente.

11 p.m. Dios mío, me ha costado muchísimo preparar el caldo, pero habrá valido la pena ya que saldrán más de 9 litros, en forma de cubitos y sólo me habrá costado 1,70 libras. Mmm, el confit de naranja también será delicioso. ahora todo lo que tengo que hacer es cortar finitas treinta y seis naranjas y rallar las pieles. No creo que me lleve demasiado tiempo.

1 a.m. Demasiado cansada para seguir despierta, pero el caldo tiene que hervir dos horas más y las naranjas necesitan otra hora de horno. Ya lo sé. Dejaré el caldo a fuego muy muy lento durante toda la noche y las naranjas también a la temperatura mínima del horno, y así se quedarán blanditas como una compota.

9.30 a.m. Acabo de destapar la olla. Los esperados 9 litros de caldo explosivamente sabroso se han convertido en huesos de pollo chamuscados cubiertos de gelatina. Sin embargo, el confit de naranja tiene un aspecto estupendo, como en la fotografía pero un poco más oscuro.

El diario de Bridget Jones, de Helen Fielding.

Jeroglíficos

En silencio, Tita le dio a Gertrudis la vasija que tenía en las manos donde había empezado a preparar el almíbar, sacó del cajón de la mesa un arrugado papel con la receta escrita en él y se lo dejó a Gertrudis por si acaso lo necesitaba. Salió de la cocina, seguida por Pedro. ¡Claro, Gertrudis necesitaba de la receta, sin ella sería incapaz de hacer nada! Con cuidado empezó a leerla y a tratar de seguirla: Se bate una clara de huevo en medio cuartillo de agua para cada dos libras de azúcar o piloncillo, dos claras de huevo en un cuartillo de agua para cinco libras de azúcar y en la misma proporción para mayor o menor cantidad. Se hace hervir el almíbar hasta que suba tres veces, calmando el hervor con un poco de agua fría, que se echará cada vez que suba. Se aparta entonces del fuego, se deja reposar y se espuma; se le agrega después otra poca de agua junto con un trozo de cáscara de naranja, anís y clavo al gusto y se deja hervir. Se espuma otra vez y cuando ha alcanzado el grado de cocimiento llamado de bola, se cuela en un tamiz o en un lienzo tupido sobre un bastidor. Gertrudis leía la receta como si leyera jeroglíficos. No entendía cuánta azúcar se refería al decir cinco libras, ni qué era un cuartillo de agua y mucho menos cuál era el punto de bola. ¡La que estaba verdaderamente hecha bolas era ella!

Como agua para chocolate, de Laura Esquivel.

Resulta difícil elegir un fragmento de esta novela, con todo se me hace la boca agua… pero creo que éste refleja claramente una de las peores situaciones en las que se puede encontrar uno en la cocina: intentando descifrar una receta que habla de cantidades en medidas extrañas, incluso de ingredientes absolutamente desconocidos. Es como tratar de descifrar un jeroglífico. Eso sí, si somos capaces de enfrentarnos con valentía a la receta, el resultado puede ser sorprendente y maravilloso.

Carvalho

Cuando el fuego era ya una imagen móvil y cálida, Carvalho fue a la cocina y alineó lo que había comprado según el orden que le exigía la elaboración de la cena. […] Suspiró resignado en su Fefiñanes en la mano y subió nuevamente a la cocina. Limpió el pescado de espinas y los langostinos de su armadura. Hirvió las espinas y las armaduras rojas en compañía de una cebolla, un tomate, ajos, una ñora y un ramito de apio y puerro. El caldo de pescado era indispensable para la peculiar caldeirada de Pepe Carvalho. Mientras hervía pausadamente el caldo, Carvalho hizo un sofrito con tomate, cebolla y ñora. Cuando el sofrito tuvo espesor suficiente rehogó unas patatas. Después echó los langostinos en la cazuela, el rape y finalmente la merluza. Se colorearon los pescados, perdieron agua que se mezcló con la argamasa del sofrito. Fue entonces cuando Carvalho añadió un cazo de caldo fuerte de pescado. En diez minutos estuvo la caldeirada terminada.
Carvalho dispuso la mesita situada ante el fuego y comió en la misma cazuela.

Tatuaje, de Manuel Vázquez Montalbán.

La primera cita literaria de cocina del sol fue de Andrea Camilleri, así que ya iba tocando sacar aquí a su inspirador, Vázquez Montalbán. Sus novelas de Carvalho están repletas de momentos culinarios como éste. Se hace la boca agua, así que mejor leerlas bien comido o correremos el riesgo de asaltar el frigorífico en un arrebato.

Ulises

Sus ojos sin hambre vieron estantes de latas: sardinas, coloridas pinzas de langostas. Todas las cosas raras que elige la gente para comer. Sacadas de conchas, litorinas con un alfiler, arrancadas de árboles, caracoles comen los franceses sacándolos del suelo, sacándolos del mar con cebo en un anzuelo. Los idiotas de los peces no aprenden nada en mil años. Si no lo conoces es peligroso meterse cualquier cosa en la boca. Bayas venenosas. Serbal de los pájaros. Una redondez que uno cree buena. El color chillón te avisa que no. Uno se lo dijo a otro y así sucesivamente. Pruébalo con el primer perro. Guiados por el olfato o el aspecto. Fruta tentadora. Helados en cono. Crema. Instinto. Los naranjales por ejemplo. Necesitan riego artificial. Bleibtreustrasse. Sí pero ¿y las otras, qué? Feas de ver como un grumo de flemas. Conchas sucias. El demonio abrirlas también. ¿Quién las descubrió? La basura, el agua de alcantarilla de que se alimentan. Champán y ostras de la Costa Roja. El efecto en lo sexual. Afrodisíaco. Él estuvo en la Costa Roja esta mañana. Fue él ostras pez viejo en la mesa quizá el es carne joven en la cama no junio no tiene erre nada de ostras. Pero hay gente que le gustan las cosas fuertes. Caza bien pasada. Liebre a la cazadora. Primero caza tu liebre. Los chinos comen huevos de hace cincuenta años, azules y verdes otra vez. Comida de treinta platos. Cada plato inofensivo podría mezclarse dentro. […]

Ulises, de James Joyce (traducción de José María Valverde).
Este fragmento es, como toda la novela, de difícil lectura y, a veces, rozando lo escatológico.

¿La comida del futuro?

-Este chicle -prosiguió el señor Wonka- es mi último, mi más importante, mi más fascinante invento. ¡Es una comida de chicle! ¡Es… es… es… esa pequeña tableta de chicle es una comida entera de tres platos en sí misma!-¿Qué tontería es ésa? -dijo uno de los padres.-¡Mi querido señor! -gritó el señor Wonka-. ¡Cuando yo empiece a vender este chicle en las tiendas todo cambiará! ¡Será el fin de las cocinas! ¡Se acabará el tener que guisar! ¡Ya no habrá que ir al mercado! ¡Ya no habrá que comprar carne, ni verduras, ni todas las demás provisiones! ¡Ya no se necesitarán cuchillos y tenedores para comer! ¡No habrá más platos que lavar! ¡Ni desperdicios! ¡Sólo una pequeña tableta de chicle mágico de Wonka, y eso es todo lo que necesitará para el desayuno, el almuerzo y la cena! ¡Esta tableta de chicle que acabo de hacer contiene sopa de tomate, carne asada y pastel de arándanos, pero puede usted escoger casi todo lo que quiera!

Charlie y la fábrica de chocolate, de Roald Dahl.

Quien no haya leído Charlie no debe conformarse con ver la excelente película de Tim Burton. Leer este libro es un placer para todos los sentidos y desde luego, hay que aprovisionarse bien de chocolate para ir dando un bocadito de vez en cuando y evitar que pongamos las páginas hechas un asco cuando se nos caiga la baba ante la descripción de todas las golosinas de la fábrica Wonka. La edición que yo leí de pequeña está sospechosa y profusamente decorada por huellas de dedos ¡imprescindible la servilleta en la mano que no sostenga la onza de chocolate!

Y quien crea que es demasiado mayor para leerlo está muy equivocado. ¡Nunca se es demasiado mayor para leer un libro sobre chocolate!